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Hay mucho jaleo en Érase una vez… En Hollywood. Que sí, que es una película sobre el fin de la edad de oro de Hollywood, que sí, que todo muy loco, que sí, que tal. Tenemos películas sobre películas y sobre cómo se hacen las películas y la cultura de las películas para frenar un tren y, viendo la nueva cinta de Tarantino, no paraba de pensar en ¡Ave, César!, la película de 2016 de los hermanos Coen que, en fin, trataba de más o menos lo mismo. “Hollywood ¿eh, chavales?”. Esa obra al menos tenía el sentido del humor para contemplar con las lentes de la distancia aquél momento y hablar sobre cómo todo aquello no era más que un circo donde o eras gilipollas, o egoísta, o comunista, o todo junto. Y era cortita, ni dos horas. Pero Érase una vez… En Hollywood no, a Tarantino le va lo épico en todos los sentidos de la palabra. Dos horas y tres cuartos. Catapúm. El tráiler promete que esta será una cinta sobre el declive de Rick Dalton, un actor de la vieja escuela; una buddy movie en la que él y su doble de acción, Cliff Booth, viven aventuras. Pero el metraje continúa y la media hora se convierte en hora completa y todavía no ha terminado de pasar nada. Todo el pescado está vendido y Cliff ni siquiera está ahí. Es el chico de los recados de Rick y nadie le quiere ver porque se dice y se da a entender que ha matado a su esposa, así que deambula. En una escena, un puñado de chicas adolescentes rebuscan entre la basura mientras canturrean y luego se cruzan con Cliff mientras hacen autostop. Cliff las mira mientras suena música a todo volumen; hay una fiesta montada en su cabeza.

Y luego acelera y pasa de ellas.

Pero hay mucho jaleo en Érase una vez… En Hollywood. No jaleo en la acción, sino el fondo: siempre se escucha el sonido distante de una radio, hay anuncios a todo volumen para llenar los puntos muertos y la cámara se detiene mucho en las televisiones, los comerciales, las películas. Los flashbacks se alargan tanto que, cuando la acción vuelve al presente, casi has olvidado que habían dado un salto hacia atrás. La película abre con una conversación repasando la filmografía de Rick Dalton y el minutaje de esos clips se alarga para dejar espacio a escenas completas, tráilers y momentos emblemáticos de su carrera. Por momentos parece que estamos viendo un episodio recopilatorio de una serie que sólo existe dentro de la cabeza de Quentin Tarantino, un capítulo de Padre de Familia que se distrae no con chistes sino trivialidades. Y entonces uno se para a pensar por qué, después de dos horas en silencio, de pronto entra un narrador a contarnos que Cliff ha salido a pasear a su perro mientras vemos cómo Cliff sale a pasear a su perro. 

Tarantino no es un novato.

Tiene que haber un por qué.

¡Ave, César! iba sobre la absoluta ridiculez y supina necedad que gobernaba una época glorificada. Hollywood quizá pariese películas que ahora son clásicos, sí, pero menuda panda de idiotas que las dieron a luz. Esa viene a ser la tónica general del cine sobre el cine: “si es que para qué nos esforzamos si somos todos unos impresentables”. Pero Tarantino quiere hacer algo más que eso. En una escena de primeras sin sentido, la actriz Sharon Tate llega a un cine para ver su propia interpretación en La mansión de los siete placeres y se detiene a hablar con la empleada, que no la reconoce. El encargado del cine, sin embargo, le da la bienvenida y ella se hace una foto con el cartel antes de entrar, posando divertida junto a su propia figura dibujada. Al entrar la vemos no tanto ver la película sino esperar las reacciones del público, un espectro a punto de estallar de nervios por saber si su trabajo ha merecido la pena o no, si la gente se ríe cuando toca reír. 

Hay un episodio de Los Simpson en el que Marge escribe una novela que deja a su marido Homer en muy mala posición. Bart y Lisa deciden que deben hacer algo al respecto porque, si su padre se entera, quién sabe qué podría pasar, pero por suerte Homer no lee ni el menú de los restaurantes. Pero el peligro no está ahí, sino en la posible adaptación cinematográfica del libro de Marge. Entonces estarían perdidos, porque eso sí que irían a verlo. Canción de Hielo y Fuego era un fenómeno de culto, pero el mundo no lo conoció hasta que HBO dio a luz a Juego de Tronos. Lo que separa a Iron Man del frikismo no es su estilo sino su medio: en los cómics era una obra marginal, pero Thanos será uno de los villanos más recordados de nuestra época. Respondemos al cine mejor que a cualquier otro medio y codificamos nuestra cosmovisión en torno a lo audiovisual. El viejo oeste, la Europa medieval, la Segunda Guerra Mundial, todos existen a través del filtro del cine, y dentro de eso uno muy concreto. El cine nos educa e influye y, de vuelta, nosotros influimos en el cine. Érase una vez… En Hollywood es una obra obsesionada con esta duplicidad y con cómo percibimos y recordamos lo mismo que nos está enseñando. Sí, sabemos que Hollywood es un lugar de locos, pero lo sabemos gracias al mismo cine de Hollywood, una mentira dentro de una mentira dentro de una mentira. Rick Dalton habla en un set claramente falso cuyas calles están cubiertas por enormes lonas para tapar la luz del sol: una tremenda falsedad que, sin embargo, cobra vida en cuanto el director grita “acción”. La cinta se detiene a contemplar esas escenas de Rick en obras que jamás vamos a ver porque ese es el negocio, ese es el contrato. No estamos ahí porque esto sea importante para él sino porque es importante para nosotros recordar cómo funciona este juego de luz y espejos: sabemos que ese no es un verdadero forajido que gobierna un pequeño pueblo del oeste con mano de hierro sino Rick, que a su vez sabemos que es Leonardo DiCaprio, que a su vez percibimos en términos de si le dará una nominación al Óscar o no.

Pero Érase una vez… en Hollywood también habla sobre cómo la vida bebe del cine y viceversa. Incapaz de detenerse en un solo género, va cambiando conforme la vida cambia y, por ejemplo, tira del hilo para llevar a Cliff a la comunidad de las susodichas adolescentes, la “familia” sectaria de Charles Manson, en una escena homenaje a La Matanza de Texas. El narrador que aparece bruscamente convierte los meses de elipsis en un documental. El final podría emular el súbito arranque de violencia de Perros de Paja. O quizá la paja es la de Tarantino, yo qué sé. Pero el cine está ahí, amoldando la vida y a nosotros. Concebimos nuestra vida en escenas, reproducimos música en nuestras cabezas para dar vida a momentos particulares. Somos cineastas en nuestro pequeño cerco. En la vida real, Sharon Tate fue asesinada el 9 de agosto de 1969. En el cine, si Tarantino así lo quiere, puede matar a Hitler. Puede darle una paliza a Bruce Lee. Puede llevar a un mafioso y a un boxeador a la mazmorra de un violador sadomasoquista. Puede hacer lo que le dé la gana, porque de eso va el cine. 

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Anonymous

Cuando vi la película tuve la fuerte impresión de que Tarantino estaba jugando con nosotros (espectadores). El sabe perfectamente quien es, cual es su reputación y el perfil de la gente que ve sus películas. Cuando Tarantino prepara una secuencia de tensión, lo habitual es que se acabe liando de la peor manera posible. La duda suele ser cuando se va a liar, y en Erase una vez... Hay varias ocasiones en las que la acción se resuelve en una suerte de contraclimax. Es como si el director se riera de las expectativas de su público mientras que te sigue paseando por el Hollywood de su juventud. Porque lo que sí es, no me cabe duda, es una película para mitomanos.